En la época en que comencé a darme cuenta que era distinto a los demás, por allá por 1980, cuando pasó lo de Bernard que conté hace mil años en el blog, tenía unos miserables 6 años y enfrentaba el mundo desde las ganas de jugar con amigos que no tenía, de ser popular entre personas que no entendía, en el fondo de ser el macho alfa que salía en los libros y en las teleseries, sin saber que jamás iba a poder serlo. Ni hablar de buscarse por dentro a ver cómo eramos. Los niños de 1980 teníamos que conformarnos con el modelo ridículo que venía impuesto desde la tierra de los presidentes asesinados (estados unidos) y que estaba sanforizado por nuestros abuelos violadores y nuestros padres golpeadores. Y eso que yo soy autista no más. No más, me refiero, porque yo tenía compañeros que claramente eran homosexuales, artistas, sensibles, músicos, lentos para comer, malos pa la pelota, muy gordos, muy flacos, muy altos, muy bajos, demasiado habladores, demasiado callados, cualquier weá era razón para ser raro. Y estaban también mis compañeras, que además de no tener que ser todas esas cosas que acabo de decir, eran mujeres, así que tenían que ser sumisas, rosadas, amuñecadas, dichosas de encontrar un pololo que las mandara para convertirse en esposas de un marido que las mantuviera. Y nosotros teníamos que «desarrollar las herramientas personales» para mantener una familia, es decir, para pagarles los gastos a los niños y no tomarlos en cuenta cuando tenían pena. En esas aguas tormentosas navegué hasta más o menos los 12 años. Recuerdo los múltiples intentos que hice de ser normal. De ser el hombre de estatura media-alta, blanco, no muy gordo ni muy flaco, estudioso, pero bueno para el fútbol, protector con su mujer pero dispuesto a culiarse a todas las demás si las encontraba ebrias en una fiesta, exigente con sus hijos y condescendiente con las hijas porque, «bueno, si son niñitas». Mi niña bonita como decía Lucho Barrios. Da lo mismo si sabe leer, porque ya había empezado mal por el solo hecho de nacer con vagina. Tanto que pelamos a los chinos y al menos ellos son honestos y matan a las niñas. O las mataban. O las matan. Qué se yo.

Entre los seis y los diez, yo creo que mis principales intentos por ser normal eran los cumpleaños. Yo iba a los cumpleaños de mis amigos, pero para mi mala suerte eran amigos anormales. No solo porque yo fuera autista, sino porque eran millonarios. A mi papá se le ocurrió meterme al colegio más caro de Chile, el Nido de Aguilas, para que aprendiera inglés. Entonces los cumpleaños y los paseos de curso eran «a otro nivel» como diría un facho pobre cuando saca a crédito un viaje a cancún que dura 8 días y que estará pagando 8 años. Me acuerdo del cumpleaños del Eric Allred. Sí, no es broma, se llamaba «eric todo rojo». Ven que aprendí inglés? Pa partir, me sentí tan especial porque me invitó a mí y a otros seis o siete compañeros. No a todos! En un grupo selecto estaba yo por primera vez. Okey. Una buena y una mala. Puta la weá, mi mamá no entendió que la invitación era con «llevá», es decir, que la mamá del eric nos iba a llevar a todos en su chevrolet suburban a la casa para jugar. Parece que a mi mamá se le olvidó el cumpleaños en realidad, porque ese día había que llevar ropa pa cambiarse y yo no llevé, y cuando me fue a buscar la mamá del eric estaba ahí esperando y le dijo que me llevaba y ella me dijo «anda no más mi cuchito» y le dijo a ella «le voy a dejar ropa y el regalo que SE LE QUEDÓ EN LA CASA.» Vieja miserable, echándome la culpa a mí, cuando seguro que fue a buscar la ropa y pasó a comprar cualquier regalo. En fin, partimos mal porque en la camioneta iban todos con ropa de calle menos yo que iba con uniforme de colegio. El uniforme era más ordinario que el helicóptero de piñera, una camisa «paquetevela» y un pantalón de ese gris extraño que alguien inventó solo para torturar a los estudiantes en verano. El «pantalón de colegio» que todos hemos visto y que nadie usa para nada más. Error una vez vi a Jaime Miranda (a quien conocerán más adelante) vestido con pantalón de colegio, camisa celeste y terno azul llegando del trabajo. Pensé «hay que ser muy weon pa usar uniforme de colegio cuando ya no estai en el colegio.» Qué sabía yo. Quizás solo le alcanzaba para esa ropa, o quizás era en efecto un sacowea. Ya se me están arrancando los caracoles. Vuelta a la camioneta.

Es tan incómodo andar en un vehículo (como decía la caro quililongo) cuando es público, pero no tan público. No hablo de la micro. Esa weá es humillante y miserable. Tampoco hablo del automóvil particular, eso es un regalo que solo tenemos los fachos pobres, los cuicos abajistas y, obvio, los millonarios no solo de colombia. Me refiero a «le furgón» escolar, o la camioneta de la tía como era este caso. Sentado en una asquerosa cercanía con personas a las que conoces a medias, por lo cual esperan, como esperan todos los NT, que hables de alguna weá. Además, los puedes oler, ahí entre pichí, zobaco y traspiración (el cumpleaños era después de clases) y su colonia de niño, en aquél tiempo Rodrigo Flaño o alguna weá así. Y el silencio incómodo en el que vamos todos, y la mamá del eric diciendo estupideces como para animarnos «vamos a pasarla super bien», «tenemos el patio listo». En aquel tiempo (onda semana santa, dijo jesús a sus discípulos y la weá) no habían inventado los juegos inflables, los jumpings, los arena láser ni los galpones de cumpleaños para que los papás y mamás pasaran de celebrar el cumpleaños de su nene a competir por quién hace el cumpleaños más bacán para publicarlo en instagram y en tik tok, porque facebook ya pasó de moa. En la casa del eric todos jugando, menos yo, porque me daba cosa ensuciar mi uniforme de colegio. Mi mamá se demoró como dos horas en llegar, porque, aquí viene lo millonario, el eric vivía en un cerro en la dehesa. Pero no solo vivía en el cerro, vivía EN EL CERRO, o sea, todo el cerro era de su familia. El patio «que estaba listo» era un cerro y lo que estaba listo eran diez caballos ensillados con sus riendas y dos mozalbetes obvio que bien negritos que trataban al eric de «mi niño».

No se ustedes, pero a mí eso me cohibe. Me cohibió. Es que yo no era ni soy millonario, ni lo voy a ser tampoco, porque tuve cuatro hijos, tengo un nieto y cada vez que puedo le regalo plata a alguien. En esa época no tenía hijos ni nietos, pero algo me sonaba mal en tener personas que te traten de ud cuando tienes 10 años. Eso de ser el señorito, para mí era una cosa que le decían a Ricardo Tapia en Batman. Mis compañeros, sin embargo, todos futuros zorrones estilo Pradenas, estaban felices. Yo no. Me amargué. Me amargo harto. El cumpleaños se convirtió en una larga espera a que llegara mi mamá para volver a mi pieza, compartida en esa época con mi hermano, a acostarme en mi cama nido, en la cama de abajo, y sentirme calientito por estar en un hogar, porque en esa época todavía era un hogar, yo aun veía a mis papás darse besitos. Ese año mi papá le regaló un refrigerador a mi mamá, y ella le dijo «ay leo estoy tan feliz, gracias, te amo» y le dio un besito. Inolvidable para mí.

No fue un evento aislado. El cumple del eric allred, me refiero. A los 14, ya «entrado en la adolescencia» como diría Alipio Vera, me invitaron de nuevo a la casa de un compañero zorrón y platudo. Ya estaba en primero medio, en el colegio Andrée. En esa época, mi deseo constante de alguna vez ser normal estaba entrando en etapa de crisis, porque ya llevaba 14 años sin lograrlo y más o menos 9 con la consciencia de no poder, así que ya estaba dispuesto a todo. Fui po. Además, el invitante era el Aaron Cohen, un compañero extraño para mí y claramente un modelo a seguir. Él llegó ese año al colegio y entró al curso como tsunami en la playa. Cuando me cambiaron de colegio mi papá me aconsejó «no ser muy entrador porque caerás mal» como si yo hubiera podido ser entrador. Bueno, no fui entrador, menos aún de lo que normalmente habría sido que ya no era normal, y desde sexto hasta primero medio aún no entraba en nada. Y el aaron en dos semanas era el rey del curso. Y me invitó a su casa. Puta, obvio que fui. Obvio también, todo fue igual. Una manga de zorrones hablando estupideces y debatiendo sobre el tamaño de las tetas y el coeficiente de soltura de la zorra de nuestras compañeras. No es que no me gusten las mujeres, pero a esa edad yo no tenía todavía interés en utilizar los cuerpos de ellas para mi placer. En esos años yo ya creía en que las mujeres eran personas. Tampoco soy el gran maestro de la perspectiva de género. En esa época menos. Ahora quizás sí, pero fue raro. No dormí nada, no me reí con las estupideces que dijeron. Nada. Otra vez nada.

Esa desesperación por ser normal se manifestaba de varias formas. Me acuerdo a los 12, cuando estaban de moda los pantalones amasados, las camisas smile y las zapatillas pluma, que una vez me vestí con pantalones amasados naranjos, una camisa smile amarilla de mi hermano y debajo una polera cualquiera, además de unas zapatillas pluma azules. Salí a la calle y mis amigos me miraron con extrañeza. Nunca me habían visto así. Por un momento me sentí en una pasarela. Sentí que había música y que mi pelo caminaba conmigo al ritmo del viento, aunque no había viento y mi pelo era corto. Hasta recuerdo el olor de la colonia Rodrigo Flaño, pero fue, tal como dije, un momento. Pasados mis quince minutos de fama por verme novedoso, volví a ser yo. Paró el viento y dejé de caminar en cámara lenta, y tuve que hablar con la carolina canessa, mi amiga del barrio a la que todos amábamos y que se había acercado a mí porque estaba irradiando esa vibra de zorrón que ella había aprendido a buscar desde pequeña. Entonces cagué, porque como mi cuerpo era el de un adolescente ganador de 12 años, pero mi mente era la de un nene de 7 que quería jugar con los playmobil, no dije las cosas que ella quería oír. No dije nada. No sabía qué decir, Nunca supe qué decir.

En ese deambular por los días y los meses del calendario, en esos 6 años que transcurrieron entre los 6 y los 12 en los que me daba cabezazos contra la muralla, convencido de que un día iba a derribarla y convertirme en una estrella, un día me encontré con una causa. No me refiero ni a una entrada peruana ni a un expediente judicial. Encontré una razón para crecer, para vivir y para creer que podía hacer algo útil en la vida aunque era anormal. Encontré los bomberos. Aquí es donde entra jaime miranda, donde pasa casi toda mi adolescencia y donde hay tanta historia que contar que no podré seguir en esta entrada, pero les adelanto el final. Es bastante obvio. Me fue mal. Nos vemos.

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